TORREBLANCA®
2010-12-24 22:01:27 UTC
Román José Sandia
ND
La caída del penúltimo dictador
24 December, 2010
El 15 de diciembre de 1957 fue el plebiscito. El dictador, aconsejado
por sus áulicos, había llegado a la conclusión de que la mejor manera
de evadir lo dispuesto en la Constitución era celebrar una votación
general que hiciera caso omiso de lo que ella disponía: una elección
presidencial con diversos candidatos.
Así, los electores decidirían entre una tarjeta azul y otra roja: la
primera ratificaría al Presidente “constitucional” en su cargo, la
roja lo rechazaría.
No hubo campaña electoral. Los medios de comunicación estaban
mutilados. No se podía hablar en público. Cualquier reunión de tres
personas en la calle era sospechosa para la policía. Los partidos
políticos estaban prohibidos. Acción Democrática había sufrido el
descabezamiento de su vanguardia porque sus dirigentes estaban en el
exilio o muertos: Leonardo Ruiz Pineda, asesinado en el barrio
caraqueño San Agustín del Sur por la policía política del régimen, la
Seguridad Nacional, y Alberto Carnevali, fallecido en la cárcel de San
Juan de los Morros, mientras ejercía –al igual que el primero- la
secretaria general del partido de Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco,
Rómulo Betancourt, Valmore Rodríguez, Raúl Leoni , Luis Beltrán Prieto
Figueroa y Gonzalo Barrios.
Los resultados oficiales del plebiscito hablan de un triunfo
apoteósico del dictador. El gobierno militar y militarista se engañaba
y creía ver en ellos el aplauso unánime a su gran programa de obras
públicas. El auge de la construcción permitió el inicio de muchas
fortunas y el empleo de millares de trabajadores. En su obsesión, el
dictador pensaba que al pueblo sólo le interesaba el concreto armado
de autopistas, puentes y edificios públicos. También se construyeron
apartamentos que sustituían ranchos como la impresionante urbanización
de superbloques 2 de diciembre. Esta era la fecha que celebraba el
régimen cada año en recuerdo del golpe de Estado de 1952 que consagró
a Marcos Evangelista Pérez Jiménez como único jefe, mientras
desaparecía el triunvirato militar del cual formó parte hasta
entonces. Hoy, de esa fecha (reacción ante la derrota sufrida por el
militarismo en las elecciones del 30 de noviembre para elegir una
Asamblea Constituyente), nadie se acuerda. Los edificios llevan el
nombre de 23 de enero.
Y es que este día de 1958, del cual se cumplirán 52 años, ocurrió el
“milagro político” del desalojo de Palacio de quien desde 1945 era una
figura central de la política venezolana y recipiendario de todo el
poder desde 1952. En apenas semanas, poco más de un mes, el régimen se
desvaneció como una pequeña fortaleza de arena al embate de las olas.
No quedó nadie para defender al sátrapa que, como todo dictador,
demostraba con su huída la cobardía y la avaricia que les son
intrínsecas. En su desesperación, había dejado una maleta repleta de
papeles que sirvieron para su extradición de los EE UU y su juicio en
tribunales venezolanos que lo condenaron por corrupto. Pagó más de
cuatro años en la cárcel.
Luego vivió más de 40 años -sin trabajar- como un verdadero potentado
en La Moraleja, donde viven los más ricos de Madrid, en una mansión
que incluía hasta refugio antiaéreo. Él mismo la mostraba orgulloso a
periodistas y nostálgicos que lo visitaban. Nunca más regresó a
Venezuela. Ni siquiera cuando una votación importante de caraqueños
amantes de las cachuchas lo eligió senador en 1968. Su recuerdo se
asocia a la ejecución de obras públicas (que hace repetir tantos
lugares comunes a gente desinformada que no sabe, por ejemplo, que en
los primeros 10 años de la democracia se construyó mucho más que en la
década perezjimenista, como lo prueba Eleazar Díaz Rangel en su libro
“Días de Enero”). Pero también su nombre llena de ignominia a las
Fuerzas Armadas venezolanas por gobernar en su nombre y en contra de
la Constitución y los Derechos Humanos de los venezolanos.
En aquellos días no había Internet ni televisión por cable, tampoco
satélites que informaban instantáneamente de lo que pasaba en el
mundo. La televisión nacional daba sus primeros pasos, eran sólo miles
los venezolanos que podían verla y ella no les decía nada sobre la
resistencia a la dictadura. La radio se ocupaba de transmitir las
cadenas oficiales y programas de concursos para cantantes aficionados.
La prensa escrita era escudriñada diariamente por los censores y hasta
la más mínima mención con visos de crítica era prohibida.
La oposición estaba fuera del país o en la clandestinidad. No tenía ni
oficina. Por supuesto, los gobernadores, los diputados, senadores y
concejales eran nombrados por el gobierno central. Era impensable que
un funcionario, aunque fuera de la más nimia importancia, pudiera
manifestarse en contra del dictador.
En los últimos días del régimen, las manifestaciones de todos los
sectores, en especial de los estudiantes, se multiplicaron y fueron
salvajemente reprimidas. Pero ni la censura ni la represión ni el
sectarismo pudieron hacer nada para impedir que en la madrugada del 23
de enero el entonces general, alumno brillante de la Academia Militar,
nunca aplazado, huyera despavorido del país para que así se iniciara
el período de mayor esplendor y crecimiento (1958-1998), desde
cualquier punto de vista, de Venezuela en toda su historia.
***@hotmail.com
ND
La caída del penúltimo dictador
24 December, 2010
El 15 de diciembre de 1957 fue el plebiscito. El dictador, aconsejado
por sus áulicos, había llegado a la conclusión de que la mejor manera
de evadir lo dispuesto en la Constitución era celebrar una votación
general que hiciera caso omiso de lo que ella disponía: una elección
presidencial con diversos candidatos.
Así, los electores decidirían entre una tarjeta azul y otra roja: la
primera ratificaría al Presidente “constitucional” en su cargo, la
roja lo rechazaría.
No hubo campaña electoral. Los medios de comunicación estaban
mutilados. No se podía hablar en público. Cualquier reunión de tres
personas en la calle era sospechosa para la policía. Los partidos
políticos estaban prohibidos. Acción Democrática había sufrido el
descabezamiento de su vanguardia porque sus dirigentes estaban en el
exilio o muertos: Leonardo Ruiz Pineda, asesinado en el barrio
caraqueño San Agustín del Sur por la policía política del régimen, la
Seguridad Nacional, y Alberto Carnevali, fallecido en la cárcel de San
Juan de los Morros, mientras ejercía –al igual que el primero- la
secretaria general del partido de Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco,
Rómulo Betancourt, Valmore Rodríguez, Raúl Leoni , Luis Beltrán Prieto
Figueroa y Gonzalo Barrios.
Los resultados oficiales del plebiscito hablan de un triunfo
apoteósico del dictador. El gobierno militar y militarista se engañaba
y creía ver en ellos el aplauso unánime a su gran programa de obras
públicas. El auge de la construcción permitió el inicio de muchas
fortunas y el empleo de millares de trabajadores. En su obsesión, el
dictador pensaba que al pueblo sólo le interesaba el concreto armado
de autopistas, puentes y edificios públicos. También se construyeron
apartamentos que sustituían ranchos como la impresionante urbanización
de superbloques 2 de diciembre. Esta era la fecha que celebraba el
régimen cada año en recuerdo del golpe de Estado de 1952 que consagró
a Marcos Evangelista Pérez Jiménez como único jefe, mientras
desaparecía el triunvirato militar del cual formó parte hasta
entonces. Hoy, de esa fecha (reacción ante la derrota sufrida por el
militarismo en las elecciones del 30 de noviembre para elegir una
Asamblea Constituyente), nadie se acuerda. Los edificios llevan el
nombre de 23 de enero.
Y es que este día de 1958, del cual se cumplirán 52 años, ocurrió el
“milagro político” del desalojo de Palacio de quien desde 1945 era una
figura central de la política venezolana y recipiendario de todo el
poder desde 1952. En apenas semanas, poco más de un mes, el régimen se
desvaneció como una pequeña fortaleza de arena al embate de las olas.
No quedó nadie para defender al sátrapa que, como todo dictador,
demostraba con su huída la cobardía y la avaricia que les son
intrínsecas. En su desesperación, había dejado una maleta repleta de
papeles que sirvieron para su extradición de los EE UU y su juicio en
tribunales venezolanos que lo condenaron por corrupto. Pagó más de
cuatro años en la cárcel.
Luego vivió más de 40 años -sin trabajar- como un verdadero potentado
en La Moraleja, donde viven los más ricos de Madrid, en una mansión
que incluía hasta refugio antiaéreo. Él mismo la mostraba orgulloso a
periodistas y nostálgicos que lo visitaban. Nunca más regresó a
Venezuela. Ni siquiera cuando una votación importante de caraqueños
amantes de las cachuchas lo eligió senador en 1968. Su recuerdo se
asocia a la ejecución de obras públicas (que hace repetir tantos
lugares comunes a gente desinformada que no sabe, por ejemplo, que en
los primeros 10 años de la democracia se construyó mucho más que en la
década perezjimenista, como lo prueba Eleazar Díaz Rangel en su libro
“Días de Enero”). Pero también su nombre llena de ignominia a las
Fuerzas Armadas venezolanas por gobernar en su nombre y en contra de
la Constitución y los Derechos Humanos de los venezolanos.
En aquellos días no había Internet ni televisión por cable, tampoco
satélites que informaban instantáneamente de lo que pasaba en el
mundo. La televisión nacional daba sus primeros pasos, eran sólo miles
los venezolanos que podían verla y ella no les decía nada sobre la
resistencia a la dictadura. La radio se ocupaba de transmitir las
cadenas oficiales y programas de concursos para cantantes aficionados.
La prensa escrita era escudriñada diariamente por los censores y hasta
la más mínima mención con visos de crítica era prohibida.
La oposición estaba fuera del país o en la clandestinidad. No tenía ni
oficina. Por supuesto, los gobernadores, los diputados, senadores y
concejales eran nombrados por el gobierno central. Era impensable que
un funcionario, aunque fuera de la más nimia importancia, pudiera
manifestarse en contra del dictador.
En los últimos días del régimen, las manifestaciones de todos los
sectores, en especial de los estudiantes, se multiplicaron y fueron
salvajemente reprimidas. Pero ni la censura ni la represión ni el
sectarismo pudieron hacer nada para impedir que en la madrugada del 23
de enero el entonces general, alumno brillante de la Academia Militar,
nunca aplazado, huyera despavorido del país para que así se iniciara
el período de mayor esplendor y crecimiento (1958-1998), desde
cualquier punto de vista, de Venezuela en toda su historia.
***@hotmail.com