Marzo 1965
Estimado compañero. Acabo estas notas en viaje por el África, animado del
deseo de cumplir, aunque tardíamente, mi promesa. Quisiera hacerlo tratando
el tema del título. Creo que pudiera ser interesante para los lectores
uruguayos.
Es común escuchar de boca de los voceros capitalistas, como un argumento en
la lucha ideológica contra el socialismo, la afirmación de que este sistema
social o el período de construcción del socialismo al que estamos nosotros
abocados, se caracteriza por la abolición del individuo en aras del Estado.
No pretenderé refutar esta afirmación sobre una base meramente teórica, sino
establecer los hechos tal cual se viven en Cuba y agregar comentarios de
índole general. Primero esbozaré a grandes rasgos la historia de nuestra
lucha revolucionaria antes y después de la toma del poder.
Como es sabido, la fecha precisa en que se iniciaron las acciones
revolucionarias que culminaron el primero de enero de 1959, fue el 26 de
julio de 1953. Un grupo de hombres dirigidos por Fidel Castro atacó la
madrugada de ese día el cuartel de Moncada, en la provincia de Oriente. El
ataque fue un fracaso, el fracaso se transformó en desastre y los
sobrevivientes fueron a parar a la cárcel, para reiniciar, luego de ser
amnistiados, la lucha revolucionaria.
Durante este proceso, en el cual solamente existían gérmenes de socialismo,
el hombre era un factor fundamental. En él se confiaba, individualizado,
específico, con nombre y apellido, y de su capacidad de acción dependía el
triunfo o el fracaso del hecho encomendado.
Llegó la etapa de la lucha guerrillera. Esta se desarrolló en dos ambientes
distintos: el pueblo, masa todavía dormida a quien había que movilizar y su
vanguardia, la guerrilla, motor impulsor de la movilización, generador de
conciencia revolucionaria y de entusiasmo combativo. Fue esta vanguardia el
agente catalizador, el que creó las condiciones subjetivas necesarias para
la victoria. También en ella, en el marco del proceso de proletarización de
nuestro pensamiento, de la revolución que se operaba en nuestros hábitos, en
nuestras mentes, el individuo fue el factor fundamental. Cada uno de los
combatientes de la Sierra Maestra que alcanzara algún grado superior en las
fuerzas revolucionarias, tiene una historia de hechos notables en su haber.
En base a éstos lograba sus grados.
Fue la primera época heroica, en la cual se disputaban para lograr un cargo
de mayor responsabilidad, de mayor peligro, sin otra satisfacción que el
cumplimiento del deber. En nuestro trabajo de educación revolucionaria,
volvemos a menudo sobre este tema aleccionador. En la actitud de nuestros
combatientes se vislumbraba al hombre del futuro.
En otras oportunidades de nuestra historia se repitió el hecho de la entrega
total a la causa revolucionaria. Durante la Crisis de Octubre o en los días
del ciclón Flora, vimos actos de valor y sacrificio excepcionales realizados
por todo un pueblo. Encontrar la fórmula para perpetuar en la vida cotidiana
esa actitud heroica, es una de nuestras tareas fundamentales desde el punto
de vista ideológico.
En enero de 1959 se estableció el Gobierno Revolucionario con la
participación en él de varios miembros de la burguesía entreguista. La
presencia del Ejército Rebelde constituía la garantía de poder, como factor
fundamental de fuerza.
Se produjeron enseguida contradicciones serias, resueltas, en primera
instancia, en febrero del 59, cuando Fidel Castro asumió la jefatura de
Gobierno con el cargo de Primer Ministro. Culminaba el proceso en julio del
mismo año, al renunciar el presidente Urrutia ante la presión de las masas.
Aparecía en la historia de la Revolución cubana, ahora con caracteres
nítidos, un personaje que se repetirá sistemáticamente: la masa.
Este ente multifacético no es, como se pretende, la suma de elementos de la
misma categoría (reducidos a la misma categoría, además, por el sistema
impuesto), que actúa como un manso rebaño. Es verdad que sigue sin vacilar a
sus dirigentes, fundamentalmente a Fidel Castro, pero el grado en que él ha
ganado esa confianza responde precisamente a la interpretación cabal de los
deseos del pueblo, de sus aspiraciones, y a la lucha sincera por el
cumplimiento de las promesas hechas.
La masa participó en la Reforma Agraria y en el difícil empeño de la
administración de las empresas estatales; pasó por la experiencia heroica de
Playa Girón; se forjó en las luchas contra las distintas bandas de bandidos
armadas por la CIA; vivió una de las definiciones más importantes de los
tiempos modernos en la Crisis de Octubre y sigue hoy trabajando en la
construcción del socialismo.
Vistas las cosas desde un punto de vista superficial, pudiera parecer que
tienen razón aquéllos que hablan de la supeditación del individuo al Estado,
la masa realiza con entusiasmo y disciplina sin iguales las tareas que el
gobierno fija, ya sean de índole económica, cultural, de defensa, deportiva,
&c. La iniciativa parte en general de Fidel o del alto mando de la
Revolución y es explicada al pueblo que la toma como suya. Otras veces,
experiencias locales se toman por el Partido y el Gobierno para hacerlas
generales, siguiendo el mismo procedimiento.
Sin embargo, el Estado se equivoca a veces. Cuando una de esas
equivocaciones se produce, se nota una disminución del entusiasmo colectivo
por efectos de una disminución cuantitativa de cada uno de los elementos que
la forman, y el trabajo se paraliza hasta quedar reducido a magnitudes
insignificantes; es el instante de rectificar. Así sucedió en marzo de 1962
ante la política sectaria impuesta al Partido por Aníbal Escalante.
Es evidente que el mecanismo no basta para asegurar una sucesión de medidas
sensatas y que falta una conexión más estructurada con la masa. Debemos
mejorarla durante el curso de los próximos años pero, en el caso de las
iniciativas surgidas en los estratos superiores del Gobierno utilizamos por
ahora el método casi intuitivo de auscultar las reacciones generales frente
a los problemas planteados.
Maestro en ello es Fidel, cuyo particular modo de integración con el pueblo
sólo puede apreciarse viéndolo actuar. En las grandes concentraciones
públicas se observa algo así como el diálogo de dos diapasones cuyas
vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor. Fidel y la masa
comienzan a vibrar en un diálogo de intensidad creciente hasta alcanzar el
clímax en un final abrupto, coronado por nuestro grito de lucha y de
victoria.
Lo difícil de entender, para quien no viva la experiencia de la Revolución,
es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa,
donde ambos se interrelacionan y, a su vez, la masa, como conjunto de
individuos, se interrelaciona con los dirigentes.
En el capitalismo se pueden ver algunos fenómenos de este tipo cuando
aparecen políticos capaces de lograr la movilización popular, pero si no se
trata de un auténtico movimiento social, en cuyo caso no es plenamente
lícito hablar de capitalismo, el movimiento vivirá lo que la vida de quien
lo impulse o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor
de la sociedad capitalista. En ésta, el hombre está dirigido por un frío
ordenamiento que, habitualmente, escapa al dominio de su comprensión. El
ejemplar humano, enajenado, tiene un invisible cordón umbilical que le liga
a la sociedad en su conjunto: la ley del valor. Ella actúa en todos los
aspectos de su vida, va modelando su camino y su destino.
Las leyes del capitalismo, invisibles para el común de las gentes y ciegas,
actúan sobre el individuo sin que éste se percate. Solo ve la amplitud de un
horizonte que aparece infinito. Así lo presenta la propaganda capitalista
que pretende extraer del caso Rockefeller -verídico o no-, una lección sobre
las posibilidades de éxito. La miseria que es necesario acumular para que
surja un ejemplo así y la suma de ruindades que conlleva una fortuna de esa
magnitud, no aparecen en el cuadro y no siempre es posible a las fuerzas
populares aclarar estos conceptos. (Cabría aquí la disquisición sobre cómo
en los países imperialistas los obreros van perdiendo su espíritu
internacional de clase al influjo de una cierta complicidad en la
explotación de los países dependientes y cómo este hecho, al mismo tiempo,
lima el espíritu de lucha de las masas en el propio país, pero ése es un
tema que sale de la intención de estas notas.)
De todos modos, se muestra el camino con escollos que, aparentemente, un
individuo con las cualidades necesarias puede superar para llegar a la meta.
El premio se avizora en la lejanía; el camino es solitario. Además, es una
carrera de lobos: solamente se puede llegar sobre el fracaso de otros.
Intentaré, ahora, definir al individuo, actor de ese extraño y apasionante
drama que es la construcción del socialismo, en su doble existencia de ser
único y miembro de la comunidad.
Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de producto
no acabado. Las taras del pasado se trasladan al presente en la conciencia
individual y hay que hacer un trabajo continuo para erradicarlas.
El proceso es doble, por un lado actúa la sociedad con su educación directa
e indirecta, por otro, el individuo se somete a un proceso consciente de
autoeducación.
La nueva sociedad en formación tiene que competir muy duramente con el
pasado. Esto se hace sentir no sólo en la conciencia individual en la que
pesan los residuos de una educación sistemáticamente orientada al
aislamiento del individuo, sino también por el carácter mismo de este
período de transición con persistencia de las relaciones mercantiles. La
mercancía es la célula económica de la sociedad capitalista; mientras
exista, sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y,
por ende, en la conciencia.
En el esquema de Marx se concebía el período de transición como resultado de
la transformación explosiva del sistema capitalista destrozado por sus
contradicciones; en la realidad posterior se ha visto cómo se desgajan del
árbol imperialista algunos países que constituyen las ramas débiles,
fenómeno previsto por Lenin. En éstos, el capitalismo se ha desarrollado lo
suficiente como para hacer sentir sus efectos, de un modo u otro, sobre el
pueblo, pero no son sus propias contradicciones las que, agotadas todas las
posibilidades, hacen saltar el sistema. La lucha de liberación contra un
opresor externo, la miseria provocada por accidentes extraños, como la
guerra, cuyas consecuencias hacen recaer las clases privilegiadas sobre los
explotados, los movimientos de liberación destinados a derrocar regímenes
neocoloniales, son los factores habituales de desencadenamiento. La acción
consciente hace el resto.
En estos países no se ha producido todavía una educación completa para el
trabajo social y la riqueza dista de estar al alcance de las masas mediante
el simple proceso de apropiación. El subdesarrollo por un lado y la habitual
fuga de capitales hacia países «civilizados» por otro, hacen imposible un
cambio rápido y sin sacrificios. Resta un gran tramo a recorrer en la
construcción de la base económica y la tentación de seguir los caminos
trillados del interés material, como palanca impulsora de un desarrollo
acelerado, es muy grande.
Se corre el peligro de que los árboles impidan ver el bosque. Persiguiendo
la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que
nos legara el capitalismo (la mercancía como célula económica, la
rentabilidad, el interés material individual como palanca, &c.), se puede
llegar a un callejón sin salida. Y se arriba allí tras recorrer una larga
distancia en la que los caminos se entrecruzan muchas veces y donde es
difícil percibir el momento en que se equivocó la ruta. Entre tanto, la base
económica adaptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la
conciencia. Para construir el comunismo, simultáneamente con la base
material hay que hacer al hombre nuevo.
De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de
movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral,
fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo
material, sobre todo de naturaleza social.
Como ya dije, en momentos de peligro extremo es fácil potenciar los
estímulos morales; para mantener su vigencia, es necesario el desarrollo de
una conciencia en la que los valores adquieran categorías nuevas. La
sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela.
Las grandes líneas del fenómeno son similares al proceso de formación de la
conciencia capitalista en su primera época. El capitalismo recurre a la
fuerza, pero, además, educa a la gente en el sistema. La propaganda directa
se realiza por los encargados de explicar la ineluctabilidad de un régimen
de clase, ya sea de origen divino o por imposición de la naturaleza como
ente mecánico. Esto aplaca a las masas que se ven oprimidas por un mal
contra el cual no es posible la lucha.
A continuación viene la esperanza, y en esto se diferencia de los anteriores
regímenes de casta que no daban salida posible.
Para algunos continuará vigente todavía la fórmula de casta: el premio a los
obedientes consiste en el arribo, después de la muerte, a otros mundos
maravillosos donde los buenos son premiados, con lo que se sigue la vieja
tradición. Para otros, la innovación; la separación en clases es fatal, pero
los individuos pueden salir de aquella a que pertenecen mediante el trabajo,
la iniciativa, &c. Este proceso, y el de autoeducación para el triunfo,
deben ser profundamente hipócritas: es la demostración interesada de que una
mentira es verdad.
En nuestro caso, la educación directa adquiere una importancia mucho mayor.
La explicación es convincente porque es verdadera; no precisa de
subterfugios. Se ejerce a través del aparato educativo del Estado en función
de la cultura general, técnica e ideológica, por medio de organismos tales
como el Ministerio de Educación y el aparato de divulgación del Partido. La
educación prende en las masas y la nueva actitud preconizada tiende a
convertirse en hábito; la masa la va haciendo suya y presiona a quienes no
se han educado todavía. Esta es la forma indirecta de educar a las masas,
tan poderosa como aquella otra.
Pero el proceso es consciente; el individuo recibe continuamente el impacto
del nuevo poder social y percibe que no está completamente adecuado a él.
Bajo el influjo de la presión que supone la educación indirecta, trata de
acomodarse a una situación que siente justa y cuya propia falta de
desarrollo le ha impedido hacerlo hasta ahora. Se autoeduca.
En este período de construcción del socialismo podemos ver el hombre nuevo
que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada; no podría estarlo nunca
ya que el proceso marcha paralelo al desarrollo de formas económicas nuevas.
Descontando aquellos cuya falta de educación los hace tender el camino
solitario, a la autosatisfacción de sus ambiciones, los hay que aun dentro
de este nuevo panorama de marcha conjunta, tienen tendencia a caminar
aislados de la masa que acompañan. Lo importante es que los hombres van
adquiriendo cada día más conciencia de la necesidad de su incorporación a la
sociedad y, al mismo tiempo, de su importancia como motores de la misma.
Ya no marchan completamente solos, por veredas extraviadas, hacia lejanos
anhelos. Siguen a su vanguardia, constituida por el Partido, por los obreros
de avanzada, por los hombres de avanzada que caminan ligados a las masas y
en estrecha comunión con ellas. Las vanguardias tienen su vista puesta en el
futuro y en su recompensa, pero ésta no se vislumbra como algo individual;
el premio es la nueva sociedad donde los hombres tendrán características
distintas: la sociedad del hombre comunista.
El camino es largo y lleno de dificultades. A veces, por extraviar la ruta,
hay que retroceder; otras, por caminar demasiado aprisa, nos separamos de
las masas; en ocasiones por hacerlo lentamente, sentimos el aliento cercano
de los que nos pisan los talones. En nuestra ambición de revolucionarios,
tratamos de caminar tan aprisa como sea posible, abriendo caminos, pero
sabemos que tenemos que nutrirnos de la masa y que ésta sólo podrá avanzar
más rápido si la alentamos con nuestro ejemplo.
A pesar de la importancia dada a los estímulos morales, el hecho de que
exista la división en dos grupos principales (excluyendo, claro está, a la
fracción minoritaria de los que no participan, por una razón u otra en la
construcción del socialismo), indica la relativa falta de desarrollo de la
conciencia social. El grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado
que la masa; ésta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente.
Mientras en los primeros se produce un cambio cualitativo que le permite ir
al sacrificio en su función de avanzada, los segundos sólo ven a medias y
deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad; es la
dictadura del proletariado ejerciéndose no sólo sobre la clase derrotada,
sino también individualmente, sobre la clase vencedora.
Todo esto entraña, para su éxito total, la necesidad de una serie de
mecanismos, las instituciones revolucionarias. En la imagen de las
multitudes marchando hacia el futuro, encaja el concepto de
institucionalización como el de un conjunto armónico de canales, escalones,
represas, aparatos bien aceitados que permitan esa marcha, que permitan la
selección natural de los destinados a caminar en la vanguardia y que
adjudiquen el premio y el castigo a los que cumplen o atenten contra la
sociedad en construcción.
Esta institucionalidad de la Revolución todavía no se ha logrado. Buscamos
algo nuevo que permita la perfecta identificación entre el Gobierno y la
comunidad en su conjunto, ajustada a las condiciones peculiares de la
construcción del socialismo y huyendo al máximo de los lugares comunes de la
democracia burguesa, trasplantados a la sociedad en formación (como las
cámaras legislativas, por ejemplo). Se han hecho algunas experiencias
dedicadas a crear paulatinamente la institucionalización de la Revolución,
pero sin demasiada prisa. El freno mayor que hemos tenido ha sido el miedo a
que cualquier aspecto formal nos separe de las masas y del individuo, nos
haga perder de vista la última y más importante ambición revolucionaria que
es ver al hombre liberado de su enajenación.
No obstante la carencia de instituciones, lo que debe superarse
gradualmente, ahora las masas hacen la historia como el conjunto consciente
de individuos que luchan por una misma causa. El hombre, en el socialismo, a
pesar de su aparente estandarización, es más completo; a pesar de la falta
de mecanismo perfecto para ello, su posibilidad de expresarse y hacerse
sentir en el aparato social es infinitamente mayor.
Todavía es preciso acentuar su participación consciente, individual y
colectiva, en todos los mecanismos de dirección y de producción y ligarla a
la idea de la necesidad de la educación técnica e ideológica, de manera que
sienta cómo estos procesos son estrechamente interdependientes y sus avances
son paralelos. Así logrará la total conciencia de su ser social, lo que
equivale a su realización plena como criatura humana, rotas las cadenas de
la enajenación.
Esto se traducirá concretamente en la reapropiación de su naturaleza a
través del trabajo liberado y la expresión de su propia condición humana a
través de la cultura y el arte.
Para que se desarrolle en la primera, el trabajo debe adquirir una condición
nueva; la mercancía-hombre cesa de existir y se instala un sistema que
otorga una cuota por el cumplimiento del deber social. Los medios de
producción pertenecen a la sociedad y la máquina es sólo la trinchera donde
se cumple el deber. El hombre comienza a liberar su pensamiento del hecho
enojoso que suponía la necesidad de satisfacer sus necesidades animales
mediante el trabajo. Empieza a verse retratado en su obra y a comprender su
magnitud humana a través del objeto creado, del trabajo realizado. Esto ya
no entraña dejar una parte de su ser en forma de fuerza de trabajo vendida,
que no le pertenece más, sino que significa una emanación de sí mismo, un
aporte a la vida común en que se refleja; el cumplimiento de su deber
social.
Hacemos todo lo posible por darle al trabajo esta nueva categoría de deber
social y unirlo al desarrollo de la técnica, por un lado, lo que dará
condiciones para una mayor libertad, y al trabajo voluntario por otro,
basados en la apreciación marxista de que el hombre realmente alcanza su
plena condición humana cuanto produce sin la compulsión de la necesidad
física de venderse como mercancía.
Claro que todavía hay aspectos coactivos en el trabajo, aun cuando sea
voluntario; el hombre no ha transformado toda la coerción que lo rodea en
reflejo condicionado de naturaleza social y todavía produce, en muchos
casos, bajo la presión del medio (compulsión moral, la llama Fidel). Todavía
le falta el lograr la completa recreación espiritual ante su propia obra,
sin la presión directa del medio social, pero ligado a él por los nuevos
hábitos. Esto será el comunismo.
El cambio no se produce automáticamente en la conciencia, como no se produce
tampoco en la economía. Las variaciones son lentas y no son rítmicas; hay
períodos de aceleración, otros pausados e incluso, de retroceso.
Debemos considerar, además como apuntáramos antes, que no estamos frente al
período de transición puro, tal como lo viera Marx en la Crítica del
Programa de Gotha, sino a una nueva fase no prevista por él; primer período
de transición del comunismo o de la construcción del socialismo. Este
transcurre en medio de violentas luchas de clase y con elementos de
capitalismo en su seno que oscurecen la comprensión cabal de su esencia.
Si a esto se agrega el escolasticismo que ha frenado el desarrollo de la
filosofía marxista e impedido el tratamiento sistemático del período, cuya
economía política no se ha desarrollado, debemos convenir en que todavía
estamos en pañales y es preciso dedicarse a investigar todas las
características primordiales del mismo antes de elaborar una teoría
económica y política de mayor alcance.
La teoría que resulte dará indefectiblemente preeminencia a los dos pilares
de la construcción: la formación del hombre nuevo y el desarrollo de la
técnica. En ambos aspectos nos falta mucho por hacer, pero es menos
excusable el atraso en cuanto a la concepción de la técnica como base
fundamental, ya que aquí no se trata de avanzar a ciegas sino de seguir
durante un buen tramo el camino abierto por los países más adelantados del
mundo. Por ello Fidel machaca con tanta insistencia sobre la necesidad de la
formación tecnológica y científica de todo nuestro pueblo y más aún, de su
vanguardia.
En el campo de las ideas que conducen a actividades no productivas, es más
fácil ver la división entre necesidad material y espiritual. Desde hace
mucho tiempo el hombre trata de liberarse de la enajenación mediante la
cultura y el arte. Muere diariamente las ocho y más horas en que actúa como
mercancía para resucitar en su creación espiritual. Pero este remedio porta
los gérmenes de la misma enfermedad: es un ser solitario el que busca
comunión con la naturaleza. Defiende su individualidad oprimida por el medio
y reacciona ante las ideas estéticas como un ser único cuya aspiración es
permanecer inmaculado.
Se trata sólo de un intento de fuga. La ley del valor no es ya un mero
reflejo de las relaciones de producción; los capitalistas monopolistas la
rodean de un complicado andamiaje que la convierte en una sierva dócil, aun
cuando los métodos que emplean sean puramente empíricos. La superestructura
impone un tipo de arte en el cual hay que educar a los artistas. Los
rebeldes son dominados por la maquinaria y sólo los talentos excepcionales
podrán crear su propia obra. Los restantes devienen asalariados vergonzantes
o son triturados.
Se inventa la investigación artística a la que se da como definitoria de la
libertad, pero esta «investigación» tiene sus límites, imperceptibles hasta
el momento de chocar con ellos, vale decir, de plantearse los reales
problemas del hombre y su enajenación. La angustia sin sentido o el
pasatiempo vulgar constituyen válvulas cómodas a la inquietud humana; se
combate la idea de hacer del arte un arma de denuncia.
Si se respetan las leyes del juego se consiguen todos los honores; los que
podría tener un mono al inventar piruetas. La condición es no tratar de
escapar de la jaula invisible.
Cuando la Revolución tomó el poder se produjo el éxodo de los domesticados
totales; los demás, revolucionarios o no, vieron un camino nuevo. La
investigación artística cobró nuevo impulso. Sin embargo, las rutas estaban
más o menos trazadas y el sentido del concepto fuga se escondió tras la
palabra libertad. En los propios revolucionarios se mantuvo muchas veces
esta actitud, reflejo del idealismo burgués en la conciencia.
En países que pasaron por un proceso similar se pretendió combatir estas
tendencias con un dogmatismo exagerado. La cultura general se convirtió casi
en un tabú y se proclamó el summum de la aspiración cultural, una
representación formalmente exacta de la naturaleza, convirtiéndose ésta,
luego, en una representación mecánica de la realidad social que se quería
hacer ver; la sociedad ideal, casi sin conflictos ni contradicciones, que se
buscaba crear.
El socialismo es joven y tiene errores. Los revolucionarios carecemos,
muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias para
encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a
los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de
la sociedad que los creó. (Otra vez se plantea el tema de la relación entre
forma y contenido.) La desorientación es grande y los problemas de la
construcción material nos absorben. No hay artistas de gran autoridad que, a
su vez, tengan gran autoridad revolucionaria. Los hombres del Partido deben
tomar esa tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal:
educar al pueblo.
Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es
lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación
artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación
del presente socialista y del pasado muerto (por tanto, no peligroso). Así
nace el realismo socialista sobre las bases del arte del siglo pasado.
Pero el arte realista del siglo XIX también es de clase, más puramente
capitalista, quizás, que este arte decadente del siglo XX, donde se
transparenta la angustia del hombre enajenado. El capitalismo en cultura ha
dado todo de sí y no queda de él sino el anuncio de un cadáver maloliente en
arte, su decadencia de hoy. Pero, ¿por qué pretender buscar en las formas
congeladas del realismo socialista la única receta válida? No se puede
oponer al realismo socialista «la libertad», porque ésta no existe todavía,
no existirá hasta el completo desarrollo de la sociedad nueva; pero no se
pretenda condenar a todas las formas de arte posteriores a la primer mitad
del siglo XIX desde el trono pontificio del realismo a ultranza, pues se
caería en un error proudhoniano de retorno al pasado, poniéndole camisa de
fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy.
Falta el desarrollo de un mecanismo ideológico cultural que permita la
investigación y desbroce la mala hierba, tan fácilmente multiplicable en el
terreno abonado de la subvención estatal.
En nuestro país, el error del mecanicismo realista no se ha dado, pero sí
otro signo de contrario. Y ha sido por no comprender la necesidad de la
creación del hombre nuevo, que no sea el que represente las ideas del siglo
XIX, pero tampoco las de nuestro siglo decadente y morboso. El hombre del
siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración
subjetiva y no sistematizada. Precisamente éste es uno de los puntos
fundamentales de nuestro estudio y de nuestro trabajo y en la medida en que
logremos éxitos concretos sobre una base teórica o, viceversa, extraigamos
conclusiones teóricas de carácter amplio sobre la base de nuestra
investigación concreta, habremos hecho un aporte valioso al
marxismo-leninismo, a la causa de la humanidad. La reacción contra el hombre
del siglo XIX nos ha traído la reincidencia en el decadentismo del siglo XX;
no es un error demasiado grave, pero debemos superarlo, so pena de abrir un
ancho cauce al revisionismo.
Las grandes multitudes se van desarrollando, las nuevas ideas van alcanzando
adecuado ímpetu en el seno de la sociedad, las posibilidades materiales de
desarrollo integral de absolutamente todos sus miembros, hacen mucho más
fructífera la labor. El presente es de lucha; el futuro es nuestro.
Resumiendo, la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas
reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios. Podemos
intentar injertar el olmo para que dé peras, pero simultáneamente hay que
sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original.
Las posibilidades de que surjan artistas excepcionales serán tanto mayores
cuanto más se haya ensanchado el campo de la cultura y la posibilidad de
expresión. Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual,
dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas. No
debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni «becarios» que
vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas. Ya
vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la
auténtica voz del pueblo. Es un proceso que requiere tiempo.
En nuestra sociedad, juegan un papel la juventud y el Partido.
Particularmente importante es la primera, por ser la arcilla maleable con
que se puede construir al hombre nuevo sin ninguna de las taras anteriores.
Ella recibe un trato acorde con nuestras ambiciones. Su educación es cada
vez más completa y no olvidamos su integración al trabajo desde los primeros
instantes. Nuestros becarios hacen trabajo físico en sus vacaciones o
simultáneamente con el estudio. El trabajo es un premio en ciertos casos, un
instrumento de educación, en otros, jamás un castigo. Una nueva generación
nace.
El Partido es una organización de vanguardia. Los mejores trabajadores son
propuestos por sus compañeros para integrarlo. Este es minoritario pero de
gran autoridad para la calidad de sus cuadros. Nuestra aspiración es que el
Partido sea de masas, pero cuando las masas hayan alcanzado el nivel de
desarrollo de la vanguardia, es decir, cuando estén educados para el
comunismo. Y a esa educación va encaminado el trabajo. El Partido es el
ejemplo vivo; sus cuadros deben dictar cátedras de laboriosidad y
sacrificio, deben llevar, con su acción, a las masas, al fin de la tarea
revolucionaria, lo que entraña años de duro bregar contra las dificultades
de la construcción, los enemigos de clase, las lacras del pasado, el
imperialismo...
Quisiera explicar ahora el papel que juega la personalidad, el hombre como
individuo de las masas que hacen la historia. Es nuestra experiencia, no una
receta.
Fidel dio a la Revolución el impulso en los primeros años, la dirección, la
tónica siempre, pero hay un buen grupo de revolucionarios que se desarrollan
en el mismo sentido que el dirigente máximo y una gran masa que sigue a sus
dirigentes porque les tiene fe; y les tiene fe, porque ellos han sabido
interpretar sus anhelos.
No se trata de cuántos kilogramos de carne se come o de cuántas veces por
año pueda ir alguien a pasearse en la playa, ni de cuántas bellezas que
vienen del exterior puedan comprarse con los salarios actuales. Se trata,
precisamente, de que el individuo se sienta más pleno, con mucha más riqueza
interior y con mucha más responsabilidad. El individuo de nuestro país sabe
que la época gloriosa que le toca vivir es de sacrificio; conoce el
sacrificio. Los primeros lo conocieron en la Sierra Maestra y dondequiera
que se luchó; después lo hemos conocido en toda Cuba. Cuba es la vanguardia
de América y debe hacer sacrificios porque ocupa el lugar de avanzada,
porque indica a las masas de América Latina el camino de la libertad plena.
Dentro del país, los dirigentes tienen que cumplir su papel de vanguardia;
y, hay que decirlo con toda sinceridad, en una revolución verdadera a la que
se le da todo, de la cual no se espera ninguna retribución material, la
tarea del revolucionario de vanguardia es a la vez magnífica y angustiosa.
Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario
verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar
en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea uno de los
grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una
mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo.
Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los
pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden
descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde
el hombre común lo ejercita.
Los dirigentes de la Revolución tienen hijos que en sus primeros balbuceos,
no aprenden a nombrar al padre; mujeres que deben ser parte del sacrificio
general de su vida para llevar la Revolución a su destino; el marco de los
amigos responde estrictamente al marco de los compañeros de Revolución. No
hay vida fuera de ella.
En esas condiciones, hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran
dosis de sentido de la justicia y de la verdad para no caer en extremos
dogmáticos, en escolasticismos fríos, en aislamiento de las masas. Todos los
días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en
hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización.
El revolucionario, motor ideológico de la revolución dentro de su partido,
se consume en esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la
muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial. Si su afán
de revolucionario se embota cuando las tareas más apremiantes se ven
realizadas a escala local y se olvida del internacionalismo proletario, la
revolución que dirige deja de ser una fuerza impulsora y se sume en una
cómoda modorra, aprovechada por nuestros enemigos irreconciliables, el
imperialismo, que gana terreno. El internacionalismo proletario es un deber
pero también es una necesidad revolucionaria. Así educamos a nuestro pueblo.
Claro que hay peligros presentes en las actuales circunstancias. No sólo el
del dogmatismo, no sólo el de congelar las relaciones con las masas en medio
de la gran tarea; también existe el peligro de las debilidades en que se
puede caer. Si un hombre piensa que, para dedicar su vida entera a la
revolución, no puede distraer su mente por la preocupación de que a un hijo
le falte determinado producto, que los zapatos de los niños estén rotos, que
su familia carezca de determinado bien necesario, bajo este razonamiento
deja infiltrarse los gérmenes de la futura corrupción.
En nuestro caso, hemos mantenido que nuestros hijos deben tener y carecer de
lo que tienen y de lo que carecen los hijos del hombre común; y nuestra
familia debe comprenderlo y luchar por ello. La revolución se hace a través
del hombre, pero el hombre tiene que forjar día a día su espíritu
revolucionario.
Así vamos marchando. A la cabeza de la inmensa columna -no nos avergüenza ni
nos intimida el decirlo- va Fidel, después, los mejores cuadros del partido,
e inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en
su conjunto sólida armazón de individualidades que caminan hacia un fin
común; individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario
hacer; hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de
la libertad.
Esa inmensa muchedumbre se ordena; su orden responde a la conciencia de la
necesidad del mismo, ya no es fuerza dispersa, divisible en mieles de
fracciones disparadas al espacio como fragmentos de granada, tratando de
alcanzar por cualquier medio, en lucha reñida con sus iguales, una posición,
algo que permita apoyo frente al futuro incierto.
Sabemos que hay sacrificios delante nuestro y que debemos pagar un precio
por el hecho heroico de constituir una vanguardia como nación. Nosotros,
dirigentes, sabemos que tenemos que pagar un precio por tener derecho a
decir que estamos a la cabeza del pueblo que está a la cabeza de América.
Todos y cada uno de nosotros paga puntualmente su cuota de sacrificio,
conscientes de recibir el premio en la satisfacción del deber cumplido,
conscientes de avanzar con todos hacia el hombre nuevo que se vislumbra en
el horizonte.
Permítame intentar unas conclusiones:
Nosotros, socialistas, somos más libres porque somos más plenos; somos más
plenos por ser más libres.
El esqueleto de nuestra libertad completa está formado, falta la sustancia
proteica y el ropaje; los crearemos.
Nuestra libertad y su sostén cotidiano tienen color de sangre y están
henchidos de sacrificio.
Nuestro sacrificio es consciente; cuota para pagar la libertad que
construimos.
El camino es largo y desconocido en parte; conocemos nuestras limitaciones.
Haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos.
Nos forjaremos en la acción cotidiana, creando un hombre nuevo con una nueva
técnica.
La personalidad juega el papel de movilización y dirección en cuanto que
encarna las más altas virtudes y aspiraciones del pueblo y no se separa de
la ruta.
Quien abre el camino es el grupo de vanguardia, los mejores entre los
buenos, el Partido.
La arcilla fundamental de nuestra obra es la juventud, en ella depositamos
nuestra esperanza y la preparamos para tomar de nuestras manos la bandera.
Si esta carta balbuceante aclara algo, ha cumplido el objetivo con que la
mando.
Reciba nuestro saludo ritual, como un apretón de manos o un «Ave María
Purísima». Patria o muerte.